miércoles, 24 de febrero de 2016

No es sólo anécdota


El proceso es sutil, pero continuo.  Sucede frente a nuestras narices, pero no parecemos darnos cuenta.  Un día empecé a escuchar con reiteración la palabra “marca” pronunciada, muy especialmente, por los políticos que la usan para hablar de la imagen del país, sobre todo, en el exterior. Hasta ese momento las marcas que conocía eran las de los productos en los mercados.  Una marca es un distintivo, que diferencia un bien o servicio, para que nadie lo confunda con otro. ¿Será posible que terminemos confundiendo Indonesia con España? Una marca, además, se registra, para que los competidores no se apropien de ella: ¿Habrá otro país que quiera llamarse España?

Dejé las cosas así para no decir que le estaba buscando cinco patas al gato, pero otro día al entrar en el Metro de Madrid para dirigirme al centro me encontré de buenas a primeras con el hecho cumplido de que Sol, la estación que el mismo Metro califica de emblemática en su página web, (está en el corazón de Madrid, tiene salida al kilómetro cero de España y además hace parte de la línea uno, la primera que tuvo la ciudad en 1919), ya no se llamaba Sol. ¡Ahora era Vodafone Sol!

Tomé nota, y no quise volver al tema, hasta otra mañana en la que en la radio empezaron a hablar de un evento en el Barclaycard Center. ¿Pero acaso el Barclays no es un banco?¿Sería que los banqueros ingleses invirtieron en crear un centro de convenciones o algo similar  en la capital de España? Tuve que poner mucha atención para descubrir que se referían al Palacio de los Deportes construido en 1960 y reconstruido en 2001, luego de un incendio, y con el mismo nombre, ¡hasta que un día amaneció cambiado y en inglés!

La cuestión no es anecdótica, ni lo que sucede aquí es aislado. Es más profunda de lo que parece. Refiere a ese mundo que se está haciendo ante nosotros, con o sin nuestra colaboración, y al que unos pocos los que quieren ser sus dueños y en quienes se está concentrando la riqueza del planeta– están empeñados en convertir en un gigantesco supermercado donde todo se vende y todo se compra, ¡hasta los nombres!, en hechos que no tienen ninguna gratuidad. Las generaciones que ahora crecen hablarán de “marca” y no de país, de Vodafone y no de Sol, del Barclaycard center y no del palacio de los deportes. 

Nos necesitan sin fronteras para los mercados –las personas continuaremos teniéndolas–, sin particularidades culturales, sin gobiernos, o mejor con gobiernos a su servicio, con libertades recortadas y apenas los derechos necesarios para que produzcamos lo que tenemos que producir para alimentar el sistema, y consumamos todo lo que nos quieran vender; pero eso sí con muchos gerentillos y unos pocos gerentes generales encargados de reportarle a esa junta de accionistas que serán los dueños del planeta. ¿Se ha detenido a pensarlo?...

miércoles, 10 de febrero de 2016

Conquistas todavía frágiles


“Siquiera  existieron esas mujeres porque si no dónde estaríamos”, le dijeron sus dos hijas a mi amiga al salir de la sala de cine donde acababan de ver Sufragistas.  “Entonces estaríamos nosotras dando la pelea”, les respondió ella.  Cierto, pero también muy cierto que la conquista de nuestros plenos derechos y su ejercicio en igualdad de condiciones y consideración sigue siendo una victoria frágil que necesita nuestro empeño a fondo si queremos sostenerla.

Podemos elegir y ser elegidas, nos integramos a la vida laboral, ejercemos nuestros derechos sobre nuestro cuerpo, parimos cuando queremos, y si no queremos no parimos, somos científicas, artistas, profesionales, intelectuales, amas de casa, mujeres de negocios, políticas, dependientas, vendedoras, secretarias, ejercemos mil oficios; todas ellas conquistas más o menos homogéneas en occidente porque lo mismo no puede decirse de las mujeres en oriente, esclavas todavía de los hombres, apoyados en la alienación de la religión.

Tenemos compañeros que se arremangan y acometen con nosotras, o sin nosotras, las tareas del hogar, que disfrutan de las licencias de paternidad, que no tienen miedo de expresar su ternura, que reconocen nuestra inteligencia y que recurren a ella; que saben, como Saramago, que además de los sueños de los hombres es la conversación de las mujeres la que sostiene el mundo.

Es decir, hemos logrado mucho, pero falta aún muchísimo, porque lo que tenemos está en riesgo por el machismo, ese veneno atávico de la especie, como muy bien lo definió esa magnifica persona, escritora y periodista, que fue Silvia Galvis. 

Veneno que fluye y que nos acaba la vida. Son cientos sino miles los feminicidios que se cuentan a diario en todos los puntos del planeta.   En Ciudad Júarez, en México, somos asesinadas en una total impunidad, hasta contar cientos.  En Colombia las estadísticas dicen que cuatro mujeres pierden la vida cada día. En Ecuador más de la mitad de las muertes violentas son de mujeres.  En España sólo en enero hombres embrutecidos le quitaron la vida a ocho mujeres, que fueron sus compañeras.   Y así podría seguir.

Pero no sólo nos ocasiona la muerte física, que es el extremo.  A diario nos enfrentamos a prácticas machistas que buscan causarnos un dolor más profundo que la muerte misma, como son el asesinato de los hijos, las violaciones reiteradas, las humillaciones extremas, cimentadas en la violencia doméstica e intrafamiliar, esa que se ejerce de manera silenciosa, que perpetúa el machismo, y que no siempre sale a la luz.

Y si seguimos recogiendo, de lo más abismal a lo más cotidiano, nos encontramos que para sobresalir las mujeres tenemos que demostrar dos y tres veces más valía que un hombre.  Que en promedio nuestros salarios siempre son menores.  Que no pocas veces en los espacios públicos muchos hombres hacen burla de nosotras, aunque luego lo disfracen, con sorna, de inocentes chistes. Y que en el mundo de los negocios, valga un solo ejemplo,  muchas decisiones se toman en espacios considerados como masculinos; nunca en un costurero, que seguimos tipificando como femenino –minusvalorado por tantoaunque Ítaca se salvó porque Penélope tejió y destejió, protegiendo así el trono.

Y si levantamos la mirada a las vallas publicitarias o a la televisión encontramos que las mujeres seguimos siendo moneda de cambio. Nos ofrecen para vender automóviles, bebidas, fama, prestancia, placer; nos ofrecen porque sí y porque no.

Y peor aún, que entre todo lo que se vende, y se sigue comprando, está la imagen de una mujer a disposición del macho, sin otro objetivo que complacerlo.  Y todavía peor, que muchas de las jóvenes que crecen en estos tiempos idealizan este papel y quieren interpretarlo.

Lo dicho por Silvia Galvis, el machismo es el veneno atávico de la especie, al que no somos inmunes ni siquiera la mujeres que somos sus primeras víctimas y al que tenemos que hallarle una cura.  Son muchos nuestros logros, pero muy frágiles todavía. Tenemos que trabajar y trabajarnos, hombres y mujeres, hasta que se erradique la última gota del veneno y, entonces, la igualdad sea no sólo letra escrita sino letra viva.

miércoles, 3 de febrero de 2016

El planeta afiebrado


Los cerros del oriente bogotano arden desde hace dos días.  Una nube de humo se extiende desde el centro hasta el occidente de la ciudad. Igual a la que se extendió en diciembre pasado en Asturias y Cantabria, en el norte de España, causada por una oleada de fuegos producto de las altas temperaturas, ¡en pleno invierno!  

A dos mil seiscientos metros sobre el nivel del mar, en las cumbres de Los Andes, la ropa de abrigo con que se sale a las calles ha sido sustituida en el día por camisetas playeras. En la noche se vuelve a necesitar de la cobija de lana. 

En diciembre pasado los moscovitas extrañaban su Plaza Roja. No había hielo. No había nieve. Ni un centímetro.  Mientras esto les pasó a ellos, en Estados Unidos, hace apenas diez días, una tormenta de nieve paralizó Nueva York y Washington.

Australia cerró e inició el nuevo año bajo la amenaza de inundaciones diluvianas. En el norte de la isla continente las autoridades alertaron a la población porque los cocodrilos, arrastrados por las lluvias, se acercaban peligrosamente a las zonas habitadas.

Las terrazas de los bares en Madrid, rebosan. Esto parece una primavera, y no un invierno que debería ser gélido.

Son los síntomas de un planeta que padece fiebre, y la fiebre es un síntoma de alerta.  No se trata sólo de fenómenos naturales que deberían conducir a lo largo de miles de millones de años a la tierra a una nueva glaciación.  Y tampoco de un estado mental creado por el fenómeno de que ahora vivamos, gracias a la información, en una aldea global donde lo que sucede en el otro lado del mundo es ajeno sólo si queremos.

Lo saben los científicos que miden estos cambios y también los gobiernos que se comprometieron hace menos de dos meses en París a hacer lo necesario para que de aquí al fin del siglo el planeta no aumente su temperatura en más de dos grados.  Mentiras porque saben que ya aumentó grado y medio.

La tierra está enferma. Necesita con urgencia un antipirético.  Más personas que piensen en su futuro y tomen medidas que no son fáciles.  No es fácil meter en un cubo de agua fría a alguien que arde, pero sí necesario. Algo así es lo que se pide cuando se habla de bajar los frenéticos ritmos de producción, de frenar el consumo desaforado, de cambiar el imperativo de la economía por el de la vida, que es, al fin y al cabo, el imperativo primordial como especie que somos. ¿O esperaremos a que el planeta se agrave y, para salvarse, estornude y con el estornudo expulse al homo sapiens que lo está contaminando?