En este momento, mientras escribo, calculo que debemos ser tres mil millones de personas, en todo el planeta, las que nos encontramos confinadas, guardándonos para protegernos del coronavirus y proteger a esos que llamamos los otros.
En cuestión de pocos días, precipitados en la última semana, la cuarentena se ha extendido al menos a la mitad de los 194 países reconocidos por la Organización de las Naciones Unidas, ONU, mientras el virus impacta en 188.
El martes pasado iniciaron su confinamiento Colombia y la India que aportó de una vez 1.300 millones de personas. Con titubeos o sin titubeos, los gobiernos han ido mandando a la gente a sus casas. En aquellos donde los gobiernos centrales aún se resisten, sus administraciones locales toman las decisiones antes que ellos y también los propios ciudadanos que deciden motu propio resguardarse.
Somos entonces tres mil millones de individualidades, es decir, de personas puestas en una situación de aislamiento, de cara a nuestra propia historia única e irrepetible y enfrentados al fantasma del miedo, reforzado por las noticias ciertas de los medios masivos, pero repetidas de manera incansable hasta causar desolación, y elevadas a pánico por las redes sociales en las que circula toda clase de bulos, de especulaciones, de desinformación.
Una situación inédita hasta ahora en la tierra que desnuda, como nunca, cuánto sentido crítico hace falta, cómo falta el pensamiento, y, sobre todo, cómo hemos vivido alejados de nosotros mismos, de nuestro interior; cuan volcados hemos estado hacia afuera, olvidando que en el adentro esta nuestra esencia y lo que nos hace ser.
“Que bonito tu vestido, todo fuera y nada adentro” cantaba la folclorista mexicana Amparo Ochoa. Y ahora, en este instante, podemos decir que tres mil millones de personas estamos desnudas. No hay afuera. Estamos adentro, en ese lugar que consideramos nuestra casa, nuestro lugar, descubriéndonos en todas nuestras dimensiones.
Como si se tratara de un hallazgo, el virus nos ha revelado, a cada uno, en su propia y única individualidad, que somos frágiles y finitos. Que la vida no es eterna. Que se acaba. Y, de paso, nos está enseñando de nosotros mismos, si queremos aprenderlo.
El instante que estamos viviendo es único e irrepetible en el planeta. La tierra no será la misma después del coronavirus y nosotros, al menos los tres mil millones de personas que estamos en cuarentena, tampoco deberíamos ser los mismos.