viernes, 27 de marzo de 2020

Tres mil millones de individualidades

En este momento, mientras escribo, calculo que debemos ser tres mil millones de personas, en todo el planeta, las que nos encontramos confinadas, guardándonos para protegernos del coronavirus y proteger a esos que llamamos los otros.

En cuestión de pocos días, precipitados en la última semana, la cuarentena se ha extendido al menos a la mitad de los 194 países reconocidos por la Organización de las Naciones Unidas, ONU, mientras el virus impacta en 188.

El martes pasado iniciaron su confinamiento Colombia y la India que aportó de una vez 1.300 millones de personas.  Con titubeos o sin titubeos, los gobiernos han ido mandando a la gente a sus casas.  En aquellos donde los gobiernos centrales aún se resisten, sus administraciones locales toman las decisiones antes que ellos y también los propios ciudadanos que deciden motu propio resguardarse.

Somos entonces tres mil millones de individualidades, es decir, de personas puestas en una situación de aislamiento, de cara a nuestra propia historia única e irrepetible y enfrentados al fantasma del miedo, reforzado por las noticias ciertas de los medios masivos, pero repetidas de manera incansable hasta causar desolación, y elevadas a pánico por las redes sociales en las que circula toda clase de bulos, de especulaciones, de desinformación. 

Una situación inédita hasta ahora en la tierra que desnuda, como nunca, cuánto sentido crítico hace falta, cómo falta el pensamiento, y, sobre todo, cómo hemos vivido alejados de nosotros mismos, de nuestro interior; cuan volcados hemos estado hacia afuera, olvidando que en el adentro esta nuestra esencia y lo que nos hace ser. 

“Que bonito tu vestido, todo fuera y nada adentro” cantaba la folclorista mexicana Amparo Ochoa. Y ahora, en este instante, podemos decir que tres mil millones de personas estamos desnudas.  No hay afuera. Estamos adentro, en ese lugar que consideramos nuestra casa, nuestro lugar, descubriéndonos en todas nuestras dimensiones.

Como si se tratara de un hallazgo, el virus nos ha revelado, a cada uno, en su propia y única individualidad, que somos frágiles y finitos. Que la vida no es eterna. Que se acaba.  Y, de paso, nos está enseñando de nosotros mismos, si queremos aprenderlo. 

El instante que estamos viviendo es único e irrepetible en el planeta.  La tierra no será la misma después del coronavirus y nosotros, al menos los tres mil millones de personas que estamos en cuarentena, tampoco deberíamos ser los mismos. 

Tenemos la singular oportunidad de bucear en nuestras propias aguas y retornar de la inmersión renacidos y hermanados, haciendo real ese antiquísimo saludo sánscrito: “Que la luz que hay en mí se encuentre con la luz que hay en ti”. Namasté.          

domingo, 22 de marzo de 2020

Como dientes de león

Vuelvo a Kawabata*.  Quisiera regalar en estos días historias cortas y dulces que reconcilien con la vida. “Historias para leer en la palma de la mano”, que puedan ser sopladas y dispersadas como los molinillos blancos y leves de un diente de león que alguna vez en la vida tuvimos en las manos sin resistir el impulso de soplar para verlo emprender el vuelo.

Encuentro en una página de internet que los molinillos aparecen cuando la flor se marchita y deja ver las semillas rematadas en “un penacho de pelos simples que forman un globito blanco llamado abuelo”. 

Es decir que cuando soplamos sobre un diente de león lo hacemos sobre semillas que vuelan fecundas.  Segunda vez en estos días en que la palabra fecundar vuelve, y me habita, mientras un texto descriptivo me regala, por puro azar, otra palabra: abuelo. 

Los “abuelos” del diente de león se deshacen y sus semillas echan raíces, en toda la tierra, puesto que es una planta común en el planeta.  Sus tallos se estiran al sol y sus flores amarillas reaparecen y, de nuevo, cuando se marchiten, surcarán el espacio al impulso del susurro de la brisa, del viento o del soplo de quien no pudo resistir su belleza y quiso verlos volar.

Pienso en el diente de león mientras leo como cada día entra un país más en esta cuarentena impuesta, o autoimpuesta, para salvarnos y, sobre todo, para salvar a los más vulnerables, entre ellos los mayores, de la infección provocada por un virus con corona.

En Colombia llamamos abuelo o abuela a las personas mayores.  Esos mismos que por decenas están muriendo en estos días en Italia y en España, en especial en Madrid, y en tantos países del globo.  Esos mismos que se guardan, como la tía Paquita, que tiene 84 años, está encerrada en su casa de Requena y pasa el tiempo caminando por el corredor, para que la falta de movimiento no la inmovilice, rellenando sopas de letras, leyendo a ratos, y cocinando, que es su mayor placer. 

Ellos son como el “abuelo” del diente de león.  Globitos blancos que quisiéramos acariciar, pero que no podemos, porque se deshacen, pero que nos permiten verlos, maravillarnos de su fragilidad y su belleza, que nos impregnan de deseos de volar y de disfrutar de lo liviano, de aquello que no tiene peso ni precio, pero si contiene la esencia de la vida.  Tanto que, al morir, generan nuevas vidas.

Quisiera escribir historias dulces y cortas que reconcilien con la vida; “Historias para leer en la palma de la mano” que se esparzan como bálsamo, permitiéndonos descubrir la esperanza y la esencia que llevamos dentro, inclusive la de que alguna vez también podríamos ser “abuelos”.

*Yasunari Kawabata, escritor japonés, Nobel de literatura, 1968.

miércoles, 18 de marzo de 2020

La fecundidad del silencio

No tengo redes sociales, salvo el WhatsApp, al que llegan mensajes individuales y los que se cruzan un grupo de excolegas; mis ventanas al mundo son los noticieros de televisión, que trato de ver no más de una vez por día, la revisión diaria de la prensa en internet y una ventana real, ubicada en el salón comedor del apartamento desde el que escribo, y que me permite observar la recta de una calle sobre la que hay una frutería, una tienda de congelados, una especie de ferretería que también vende electrodomésticos pequeños, un supermercado y un local en el que se venden frutos secos, papitas y aceitunas.

Son también mis ventanas las voces de amigos a través del teléfono contándonos lo que sucede en Londres, Bucaramanga, Madrid, Bogotá, Múnich, Orlando, Bonn, Ruan, París, el Piamonte italiano y tantos otros sitios; y tengo otras ventanas, las propias, las internas, las que abro para entrar y salir por ellas y, en ese ejercicio, tratar de entender esta debacle que está pasando en la que los sistemas sanitarios se desbordan, los gobiernos cierran fronteras, los ciudadanos se devuelven a sus países o nos quedamos en nuestras casas, con decreto o sin decreto, la economía cae en picada…

Está pasando y la primera sensación es de asombro absoluto. No puede ser, sucedía en las películas, que veíamos en las salas de cine o frente a las pantallas en las casas, pero no en el mundo real. Y la segunda es de incredulidad. ¿Es cierto? ¿No me estarán engañando? ¿Y acaso virus y gripes no hay todos los años?

Entro y salgo por mis ventanas interiores tratando de encontrar imágenes que reflejen la situación. La mente es fecunda en el silencio, así que, de pronto, empieza a desplegarse la primera.  Diecinueve personas mayores, diecinueve ancianos, muertos en una residencia en Madrid en cuestión de pocas horas.  No es una gripe, que le da a miles de personas todos los años y siembra víctimas también, pero nunca, como aquí, al mismo tiempo y en el mismo sitio.  De eso se trata el virus, de su letalidad en las poblaciones vulnerables.

Llega entonces la segunda imagen.  Un hospital colapsado por el coronavirus en el que un médico tiene que tomar una decisión: ¿De todos los pacientes que tiene allí con síntomas graves, a cuál salva?  La aplicación “in extremis” de un triage, el sistema para priorizar en una sala de urgencias quién va primero, quién va después en función de su gravedad.  Pero aquí, debido al desborde de los servicios, es quién vive y quién muere.  El hilo de la vida, de esta vida que hemos alargado por muchísimos factores, entre ellos los avances de la medicina y la tecnología médica, a punto de cortarse por una decisión. La criticidad de la situación es tal que una persona, entrenada para salvar vidas, debe ejercer como Átropos, la parca de las tijeras.

Tercera imagen.  La sombra del fascismo navegando sobre el mundo.  Llega de repente impulsada por las palabras de otros.  Los que dicen que cuál es la preocupación si, al fin y al cabo, el virus se ceba solo con ciertas poblaciones: mayores, diabéticos, hipertensos… El pensamiento subyacente entonces es que hay vidas que no valen, poblaciones que no deberían vivir.  Lo mismo que en la Alemania nazi: Ni judíos, ni gitanos, ni comunistas, ni testigos de Jehová, ni discapacitados, ni homosexuales, ni, ni, y así se fue extendiendo.

Y la última, que es también muy fuerte.  No hay suficientes recursos para aplicar el test para conocer si se es portador o no del virus.  Ni siquiera en los países europeos.  Si se pudiera detectar el virus y aislar a los portadores, se podría frenar su expansión.  Pero no lo es.  Alemania y Corea han aplicado miles de pruebas y eso les ha permitido aislar a los portadores, que pueden permanecer asintomáticos, sin desarrollar enfermedad.  Por eso su contagio no es tan alto.  Pero mientras ello no sea posible y cientos de miles de inconscientes quieran seguir en las calles, haciendo una vida normal, sin tomar los cuidados elementales que aconseja la prudencia, serán como francotiradores disparando sobre todo el que tienen cerca. 

Cuatro imágenes para pensar.  Que el silencio, que se hace necesario en esta época de tanto ruido mediático y de redes sociales, fecunde nuestra propia e individual humanidad.