Joaquina* morirá en el dolor
de no haber enterrado a su hijo desaparecido. La imagen me llega en un momento de una entrevista. Y
entonces me devuelvo a lo que he leído: Cuando el homínido empieza reconocerse,
descubre la muerte. El que está a
su lado deja de ser carne comestible.
Algo pasa cuando el cuerpo se queda quieto para siempre, y eso aterra e
interroga. Surgen, entonces, los
enterramientos como un primer indicio de la consciencia humana ante ese
fenómeno que le hace descubrir, en el muerto, un otro.
Los homínidos entierran a
sus muertos.
Pero Joaquina, y miles como
ella, en Colombia, no han podido enterrar a los suyos, porque sus muertos, sesenta
mil seiscientos treinta personas, están desaparecidos. Sus cuerpos nunca fueron
encontrados. Y al dolor de la
ausencia, se añade el dolor de no saber dónde quedaron, dónde están sus restos,
porque vivos ya no los van a encontrar.
Leo un testimonio, uno entre
decenas, recogidos por la periodista Claudia Palacios en su libro Perdonar lo
imperdonable. El que habla
reconoce no cientos sino miles de víctimas, unas cuatro mil, y también que
muchas de esas víctimas nunca van a ser encontradas porque los cremaron o los
hicieron pedazos y se deshicieron de ellos en los ríos.
El contexto es aterrador. Son las autoridades las que les sugieren
que hagan algo porque los regueros (la palabra es mía) de cadáveres atraen la
atención, los medios publican, y no les quedará alternativa distinta a
investigar, y tendrían que llegar a capturarlos.
“Los amigos del DAS y la
Sijín nos dijeron que no dejáramos a la gente por ahí botada sino que la
despedazáramos y la desapareciéramos porque sino ellos iban a tener que
investigar y dar con los responsables, o sea, con nosotros” confiesa a la
periodista.
La solución, a este grupo en
específico, les llega cuando ven los hornos de una ladrillera. Empiezan entonces las cremaciones. Aquellos a quienes asesinaron nunca
podrán ser encontrados, nunca visitados en sus tumbas, nunca reconocidos en su
desaparición porque, también es sugerencia de las autoridades, pueden decir que se fueron a Venezuela.
Todo es perverso, desvirtuado,
inhumano.
Porque Colombia está
convertido en un país enconado, con dos únicos mandamientos: “¡Matarás! “, y “Todo
se hará en beneficio de los pregoneros de la muerte”.
Así es como nos sueñan los
sacerdotes del odio.
*Sandoval Ordóñez Marbel (2017)
Joaquina Centeno. Medellín: Sílaba Editores.
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