“El corazón del hombre es
perverso, ¿quién podrá comprenderlo?”, con este epígrafe del profeta Jeremías
empezó Truman Capote su hasta hace poco tiempo conocida como su primera novela:
Otras voces, otros ámbitos. ¿Y quién mejor que un autor estadounidense para
comenzar un artículo sobre las elecciones del martes ocho en Estados Unidos que
tienen al mundo haciendo cábalas y a los estadounidenses divididos?
Capote no estaba hablando de
política cuando escribió su novela.
Su historia es la de un adolescente que, enviado al sur profundo,
descubre su identidad homosexual; pero la inescrutabilidad de los deseos
humanos y la existencia de ámbitos y de voces que subyacen escondidos, y que
siempre es posible traer a la luz, son dos buenos elementos para analizar la
coyuntura que enfrenta la que sigue siendo considerada la primera nación del
mundo.
Y es que en las elecciones
del martes ocho hay dos componentes esenciales al abordar el análisis. De un lado, el ahora presidente Donald
Trump, que durante su campaña encarnó todo lo bajo y rastrero que se lleva dentro y que proclamó, cobijado por la sombra de su multimillonaria
fortuna. “El que tiene plata
marranea” dice un adagio popular en Colombia y no hay que extenderse mucho para
saber que esto fue lo que hizo Trump: despreció a las mujeres, se regodeó en
que había evadido impuestos, alardeó de que podía matar a alguien en plena
Quinta Avenida y aún así ser elegido, insultó y amenazó en público a su
oponente, exarcerbó la xenofobia contra los musulmanes y los latinos, en especial
los mexicanos, y calumnió a Obama, para no continuar la lista que es larga.
El tenor de su ignorancia,
sí, ignorante, porque tres mil millones de dólares no la borran, se hizo
evidente con negaciones como la del cambio climático, promesas contra
instituciones que el país que ahora va a liderar ha abanderado y soluciones de
encierro económico en un mundo donde los Estados Unidos han sido los primeros
impulsores de los tratados de libre comercio.
Tanta es su capacidad de
insulto y de negación que los analistas y los medios han llegado a presentarlo
como el candidato antisistema, en una equivocación rotunda. Trump no pertenecía a la clase política
–ahora sí – pero tiene un lugar predominante en el corazón del sistema, el
mismo del que se ha lucrado. Por
eso, tal vez lo único bueno del resultado de estas elecciones es que ha caído
la venda de los ojos y ha quedado claro que el sistema económico –con todo su
poder financiero– y los gobiernos son lo mismo, desde hace mucho tiempo. Trump es la cara que hace visible lo
que estaba oculto.
Pero, tanto como ocuparse de
Trump, es necesario pensar en aquellos que lo han aupado al poder. Fenómenos de este 2016 como la elección
de Trump o la salida del Reino Unido de Europa revelan que algo está
fallando. No es la civilización la que se impone
con sus valores de libertad, justicia, respeto, igualdad, inclusión, sino un
aspecto regresivo, primitivo, tribal, impulsado, de manera paradójica, por la globalización de los mercados que
se da a la par con lo que podríamos llamar el racionamiento del pan: La precarización de las condiciones de
vida en los países desarrollados –porque en los emergentes y en los pobres ni
siquiera se ha llegado a que haya pan para todos–, y la disminución de los derechos.
Síntomas que se agudizan con
la exposición constante de la población a la oferta de paraísos artificiales de
consumo, la promesa de vidas fáciles situadas al alcance de los ojos en imágenes
publicitarias que se derraman a raudales y la creación de necesidades voraces
que no se sacian, pero que sí necesitan proteger de aquellos que consideran que
les van a rapar sus privilegios.
Un retroceso en la llamada
sociedad de bienestar en la que no hay nada más
mísero que recurrir a lo
básico del ser humano, que fue lo que hicieron los políticos del Brexit y
también Trump en los Estados Unidos.
Hablarle a aquel cerebro donde está la información del ser más primitivo
que se lleva dentro: el de la territorialidad, el salvaje que defiende sus
espacios de la agresión de tribus desconocidas porque no ha podido reconocer al
otro como a su igual, y tampoco ir lo suficientemente lejos para saber que más
allá de sus límites existen otros mundos, que pueden ser tan ricos y generosos
como el suyo propio. Y nada más primitivo y límbico que darse golpes en el
pecho para celebrar la muerte del contrario, la preservación del espacio propio
y las audacias del jefe de la tribu. Una ceguera entendible en los inicios de
la humanidad, pero no en el ahora de esta aldea que llamamos tierra.
Salva de este corazón
oscuro, saber que al mismo tiempo existen aquellos –que también se cuentan por
millones– que están convencidos de que esta civilización sí tiene una
oportunidad sobre la tierra y se empeñan a diario en usar su pensamiento, el
arma más poderosa que tenemos los humanos, para construir soluciones a las
desigualdades de todo género, encontrar formas racionales de explotar la tierra
y sus recursos en beneficio de la humanidad –y no de unos pocos– instaurar la
justicia y soñar en un mundo en el que impere la equidad.
Son otras voces que nos
hablan de otros ámbitos. Ojalá se impongan aquellos en los que florece la
bondad del corazón humano, aunque no lo haya escrito el profeta Jeremías.
...Y a esos "primitivos" recurren los "grandes" lideres, despertando sus temores con un discurso llamado por algunos populista, pero dirigido directo al corazón, sin razón, de individuos que se llaman liberales, pero son más conservadores que aquellos que se llaman conservadores. Aquí en Colombia se apellida Uribe...
ResponderEliminarEs cierto, este es uno de esos momentos históricos en los que se revelan las intenciones que de fondo manejan nuestras vidas, las bambalinas del teatro de la política.
ResponderEliminarQuisiera mirar con los ojos de la esperanza, cómo termina este blog, pero soy una pesimista existencial que piensa, como el autor del Qohelet -el Eclesiastés bíblico- que nadas nuevo hay bajo el sol, que el ser humano es tan necio e ignorante como para buscarse su propia ruina pero que, a pesar de todo la vida sigue siendo una rueda en la que hay un tiempo para llorar y otro para reír, uno para demoler y otro para construir, uno para plantar y otro para arrancar lo plantado, uno para nacer y otro para morir... Un tiempo para cada cosa.
Y si, me queda la esperanza de que también estos malditos necios, pasarán. Y que sea pronto.
Mientras tanto ni cerraremos los ojos ni encorvaremos la espalda ni nos tragaremos las palabras.