Una amiga me escribe una nota porque leyó
mi novela Joaquina Centeno. Me dice que lloró con ella, igual que con la
anterior, y me pregunta cuándo voy a escribir novelas que no sean tristes y
también que cuándo voy a escribir novelas donde cuente las tropelías de las Farc.
Por supuesto, estamos hablando de Colombia.
Me cuenta que a un socio de su hermano lo
siguen extorsionando los mismos tipos a los que les paga desde hace once años,
y que ella misma, hace unos días, estuvo tratando de frenar un paro contra una
petrolera auspiciado por un movimiento social pero que sus dirigentes
resultaron ser guerrilleros que bloquean las operaciones para extorsionar. Me dice que la información se la
suministraron los presidentes de las Junta de Acción Comunal que compiten con
ellos, los instigadores, “para lograr alguna dádiva del petróleo”.
Entiendo que detrás de las palabras de mi
amiga hay un mensaje: existe una guerrilla a la que no se puede perdonar. Y yo
pienso que ojalá todo fuera tan simple, de simplísimo, con unos buenos y otros
malos. Todo en términos de claro y
oscuro. Nada de matices. Pero no
es así.
Sé que a cientos de niños se los llevó la
guerrilla de manera forzada, cientos más se fueron engañados y otros cientos
ilusionados porque no había –y no existe aún– un Estado que les garantizara una
vida en la que tuvieran acceso a lo elemental: salud, educación, alimentación, vivienda
digna.
Sé que en él Urabá de los noventa para
muchos de los jóvenes que terminaban el bachillerato su mejor opción laboral era
integrar los cuerpos paramilitares que les ofrecían un salario por encima del
mínimo.
No he cerrado los ojos ante un país donde
la guerra, irregular, pero guerra, se ha vivido también como una oportunidad
laboral –y esto incluye a los soldados profesionales–; al mismo tiempo en que muchos
hicieron de la delincuencia un submundo del que no quieren salir.
Tampoco ignoro que toda esta amalgama se
aderezó con el narcotráfico que hizo del dinero fácil una cultura que atraviesa
nuestra sociedad en todos sus estratos.
Corrompió la sal.
Surgieron y se alimentaron de esta cultura
los que siguen extorsionando y se llaman a sí mismos guerrilleros, autodefensas,
representantes de los pueblos allí donde el Estado nunca ha estado y tiene poco
interés en estar. Territorios vedados que –sin sorpresa de nadie – existen no
solo en regiones alejadas sino en el corazón mismo de las ciudades. Son los que
le piden dinero al socio de su hermano, los que quieren frenar una obra, los que
delinquen, chantajean y matan, y para mejor hacerlo se atribuyen nombres y
propósitos que ellos llaman nobles.
Pero ahí no termina todo. No es tan fácil,
no es tan simple. Es
mucho más complejo en un país donde los
gobernantes han usufructuado el poder a su favor y se han olvidado de quiénes
los llevaron allí, y para qué.
Un país donde la guerra hace parte de intereses
que enriquecen y aprovechan unos pocos, mientras los muertos los ponen los
demás.
Aderezados con el narcotráfico,
narcotizados con la cultura del dinero fácil, atizados con el fanatismo de los
instigadores del odio, enlodados en la corrupción que impide dar pasos de
animal grande para salir de la endemia que arrastramos, nos resulta más fácil,
eso sí resulta fácil, cultivar resentimientos que encontrar salidas.
Atados a la barbarie, esa que unos pocos –pero
que disponen de altavoces– quieren prolongar, parecemos imposibilitados de
reconocernos en lo que somos y, reconociéndonos, decidir de una vez, y ojalá
para siempre, que queremos construir una sociedad nueva y lúcida, con mucha
memoria que nos sirva de espejo para no seguir en el eterno charco fratricida
en el que se ha convertido Colombia.
Si todo fuera simple... Si los malos no fueran buenos y los buenos no fueran malos. Si trabajar fuera mejor que delinquir y delinquir no fuera parte del quehacer político. Todo sería fácil y no estaríamos cansados de seguir tratando. Pero para este problema complejo, la solución es simple: hay que hacer lo mejor posible y no cansarse y seguir adelante. Es sólo la unión de todos lo que lleva a que un país construya y se movilize. Aunque tome cientos de años.
ResponderEliminarQ buena reflexión Marbel!
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