No la vi muchas veces,
porque era amiga de mi mamá y no mía, pero sus recuerdos permean mi vida
desde la temprana infancia hasta ahora, cuando las sienes empiezan a
platearse. En sus inicios debieron
ser amigas de barrio y de costura, porque mi mamá cosía, pero muy pronto,
todavía no abandonábamos la infancia, ella se fue a vivir en uno de los
extremos occidentales donde la Bogotá de lo sesenta se expandía. Así que cada visita a su casa se
convertía para nosotros en paseo de día entero. Salíamos temprano y volvíamos al caer la tarde. Debía sucederle a ella algo similar
porque durante los decenios que duró la amistad de estas dos mujeres fueron más
las charlas telefónicas que las presenciales.
En sus llamadas debían
ponerse al día de la vida de la una y de la otra, y también de la de sus hijos,
porque crecí, pasé la juventud y llegué a la adultez con la sensación de que
era una persona cercana, aunque nunca la veía. Lo mismo me pasaba en lo relacionado con su familia y con
sus hijos. Y pienso que lo que sucedía en nuestra familia, pasaba en la de
ella. Carmen estaba ahí porque era
la amiga de mi mamá. Arcenia debía estar allá, porque era la amiga de la mamá.
La primera que abandonó su
larga amistad fue mi mamá, que murió hace ya casi tres años. Carmen, a quien no veía desde hacia
muchos, muchos años, quizá decenios, y cuya salud también se deterioraba, se
acercó a la funeraria a saludarnos y a despedir a la amiga. Me pareció la mujer de siempre,
discreta, de pocas palabras, y al mismo tiempo, afable y con una sonrisa tenue,
siempre a punto de dibujarse, sin terminar de hacerlo.
Recuperé esa última imagen
que tuve de ella el pasado Día de Reyes cuando recibí un mensaje de mi hermana
que me contaba que Carmen había muerto y ese era el día de su funeral. Sentí, otra vez, su presencia
tranquila, siempre presente a través de los años, aunque no la viéramos,
gracias a una magia incomparable: la de la amistad. Esas dos mujeres habían logrado que sus hijos participaran
de lo que era de ellas y sólo ellas habían construido. Un hilo fino que nos vinculaba con afectos
sólo conocidos por quienes los han vivido. Y también pensé
en la muerte que se lo lleva todo. Despedir a Carmen fue volver a despedirme de mi mamá. Tal vez, despedir a mi mamá fue para
sus hijos, empezar a despedir a la suya.
Hay tejidos que continuan con los hijos y los hijos de los hijos... hay tejidos milenarios, hay hilos que no se acaban, que nunca se pierden. Aunque a veces hay quien, que los trata de cortar.
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